miércoles, septiembre 27, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (18): Qué error, Nikolai Ivanovtich, qué inmenso error

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en Lenin
Buscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado 


Apenas cinco días después de terminar el juicio Shakty, el 11 de julio de 1928, se abrió en Moscú el VI Congreso de la Tercera Internacional o Komintern; en realidad, en el mismo teatro que el propio juicio. Participaron miembros de 55 partidos comunistas bajo la presidencia de Nikolai Ivanovitch Bukharin, que había sustituido a Hirsch Apfelbaum, más conocido como Grigory Yevselievitch Zinoviev. Bukharin era la nueva estrella emergente, nombrado presidente del Comité Ejecutivo de la Komintern. Obviamente, no lo había sido sin haber sido previamente mesmerizado y absorbido por Stalin. Por ello, las tesis defendidas por Bukharin ante el comunismo mundial eran, punto por punto, las de Stalin. Defendió el dirigente comunista la llegada de un “tercer periodo bélico”, que vendría a seguir el periodo revolucionario y la estabilización del comunismo. La principal diferencia entre Bukharin y Stalin era que el primero no compartía la visión del segundo de que la llegada de esta nueva amenaza bélica debía llevar al país al incremento de la colectivización. Sí estaban de acuerdo, en todo caso, en la conclusión fundamental que sacó la Komintern: el giro a la izquierda, esto es, el fin de toda colaboración con la socialdemocracia.

A Bukharin, en todo caso, siempre le habría de traicionar, en todo lo que le quedaba de vida, su manía de pensar por sí mismo. Al presidente de la reunión de la Komintern, probablemente, le hizo alguna mella el hecho de que los delegados de tantos partidos comunistas de otros países le dijesen que el riesgo de guerra, aunque existiese, no era tan inminente como querían creer las resoluciones oficiales. Y, por eso, dio un paso que lo apartaba bastante de la disciplina estalinista. Como ahora mismo veremos, decidió llamar a Lev Bosirovitch Rosenfeld, quien es más conocido como Lev Kamenev, quien para entonces vivía fuera, pero no lejos, de Moscú.

En ese momento, por lo demás, la URSS estaba enfrentándose a una crisis importante. En los últimos meses de 1927, las llegadas de grano a las cooperativas y centrales de compras estatales habían caído dramáticamente y, consecuentemente, la que entonces era la principal gasolina financiera del comunismo soviético: las exportaciones agrícolas, se agotó. Aquel hecho no hizo, en su opinión, sino dar la razón a Stalin en su cruzada a favor de una aceleración de la colectivización rural.

Bajo la regulación de la NEP, los agricultores pagaban un impuesto al Estado por usar la tierra, mientras que el Estado, teóricamente, usaba ese dinero para comprarle las cosechas a esos mismos agricultores. Sí, ya sé que suena absurdo; suena un poco como ese amigo que te pedía dinero el jueves para invitarte a vinos el viernes. Pero es que, amigos, el leninismo es así. Era un sistema circular bastante chorras pero que, precisamente por lo chorras que era, funcionaba con bastante eficiencia. Son varios los historiadores que consideran que si dejó de funcionar a finales de 1927 fue, básicamente, porque Stalin, a quien le venía muy bien que se gripase, lo gripó. En primer lugar, el Estado rebajó notablemente los precios a los que compraba el grano, mientras que los precios de los insumos que compraban los agricultores fueron elevados. Stalin tenía que saber que la única decisión racional para un agricultor en esas circunstancias, unas circunstancias “más vendes, más pierdes”, era acaparar grano, mientras colocaban en el mercado los productos que, bajo la NEP, no estaban sometidos a precio público (por ejemplo, muchos obtenidos del ganado).

Los agricultores, claro, esperaban un aumento del precio público. Pero eso no fue lo que pasó. Lo que pasó fue que el Estado, o sea el Partido, o sea Stalin, procedió a confiscar cosechas. El propio Stalin realizó uno de sus rarísimos viajes sobre el terreno, a Siberia, entre enero y febrero de 1928, para supervisar personalmente las actuaciones. Evidentemente, comenzó a vender la idea, falsa, de que la agricultura soviética estaba sometida a “los caprichos de los kulaks” (en realidad, los caprichos a los que estaba sometida eran los del Partido y su política de precios porque-yo-lo-valgo); lo que, en su opinión, confirmaba que había que dar un salto adelante en la colectivización (un consejo: cada vez que un dirigente comunista utilice la expresión “salto adelante”, prepárate para lo peor). En suma, todo el país debería ser testigo de la generalización de los koljoses y los sovjoses.

La idea de Stalin no cayó en el Partido sin oposición. Los comunistas más moderados estaban en contra de ella, pero no eran los únicos. Incluso Anastas Hovhannesi Mikoyan, un devoto estalinista, se permitió criticarlo. La situación se volvió tan seria que en julio de 1928, el Partido tuvo que dar su brazo a torcer y anunció una subida de los precios públicos. Para entonces la URSS, una potencia exportadora de grano, se había convertido en importadora neta, y estaba desangrándose de recursos y divisas para poder hacer aquellas compras.

En febrero de 1929, en un momento de paz pues, la situación había llegado a ser tan preocupante que en la URSS se hubo de introducir el racionamiento de alimentos. El gobierno siguió intentando hacerse con el grano acumulado por los agricultores, y el tema se puso serio. En algunas zonas de la URSS, los agricultores se apiolaron a los agentes del gobierno que fueron por allí a reclamarles la cosecha. El extremismo policial fue contestado por extremismo social, generando una espiral.

Los más moderados estaban sinceramente asustados. En julio de 1928, en un pleno del Comité Central, no por casualidad, celebrado a puerta cerrada, Bukharin puso los puntos sobre las íes, y argumentó que los problemas de abastecimiento que se estaban sufriendo eran consecuencia de errores en la planificación y en la ejecución de la política agrícola. Como siempre en estas circunstancias, y puesto que el autor de referencia escribió tanto que, básicamente, sirve lo mismo para un roto que para un descosido, Bukharin tiró de referencias a Lenin y recordó que el padre de la revolución había dicho que nunca se debía perder el vínculo entre la revolución y el agricultor medio. Si, argumentó Bukharin, nosotros, los comunistas, nos empeñamos en colectivizar a la fuerza al muzhik, el resultado será una rebelión, dirigida por los kulaks, que acabará con la dictadura del proletariado. En este punto, Stalin estalló en una carcajada y se puso a cantar una vieja canción rusa que viene a decir “terrible es el peligro, pero Dios es generoso”. Parece ser que no estaba allí Joan Baldoví para preguntarle de qué se reía (y está por ver que se hubiese atrevido).

Pocos días antes de esa reunión, ya lo he anunciado, Bukharin había tomado una decisión que, con el tiempo, se demostraría totalmente errónea. En la elite del poder soviético, en ese momento, el tema de la colectivización y sus ritmos se discutía entre dos grandes grupos de opinión. Stalin, el partidario de imponerla y acelerarla, estaba apoyado por Molotov; mientras que Bukharin tenía a su lado a , Milhail Pavlovitch Yefremov, normalmente conocido como Milhail Tomsky, y a Rykov. Kalinin, Rudtuzak, Mikoyan y Kuibyshev estaban entre dos aguas, en plan Ciudadanos. A decir verdad, hubo un momento, durante aquellos durísimos meses en los que la economía soviética estaba seriamente gripada, en que pareció que la visión moderada bukharinista se impondría. Sin embargo, finalmente ni Tomsky ni Rykov lograron ensanchar su base de apoyo, con Stalin bloqueándoles todas las líneas de pase; Bukharin, entonces, trató de recuperar el buen rollo con su viejo camarada Koba; pero éste le vino a decir que sólo aceptaría una total sumisión a su estrategia.

El 11 de junio, Bukharin, cada vez más acorralado pero, al mismo tiempo, cada vez más incompatible con las formas de Stalin (pocas semanas después, en el Politburo, lo llamaría “ridículo déspota oriental”) visitó a Kamenev en su apartamento, para acercarse a esa misma oposición contra la que Stalin había luchado precisamente con su ayuda. Visitó, de hecho, a Kamenev dos veces más. Los trotskistas circularían un panfleto con detalles de estas conversaciones en enero de 1929.

¿Supo Stalin de estos contactos? Yo creo que sí. Creo que estuvo perfectamente informado de que Kamenev había dejado su residencia para llegarse a Moscú. Y yo creo, de hecho, que incluso llegó a estar informado del contenido de las entrevistas. Y digo esto porque considero que hay una relación causa-efecto entre las entrevistas Bukharin-Kamenev y la decisión de Stalin de intervenir ante el Comité Central con un cerrado ataque contra la derecha del Partido, incluyendo en el saco al propio Bukharin. El error de Nikolai Ivanovitch buscando y facilitando aquellas entrevistas con Kamenev fue inmenso; quizás, el mayor de todos los que pudo cometer en su vida. Y lo triste es que, probablemente, pensaba que estaba haciendo la cosa más normal del mundo.

Las relaciones entre Bukharin y Stalin se deterioraron de forma fatal, por otra parte, tras el 30 de septiembre de 1928, cuando el primero de ellos publicó en Pravda un artículo titulado Notas de un economista. Un artículo en el que, entre otras cosas, decía: “hemos ido demasiado lejos en la centralización”. Una semana después, el Politburo condenó expresamente el artículo, en lo que fue una muestra clara de que Stalin estaba logrando verter de su lado al bando indeciso.

Los moderados, en fin, propusieron elevar los precios que recibían los agricultores. Pero Stalin dijo que no. Argumentó el camarada secretario general que un aumento de los precios pagados a los agricultores era incompatible con los objetivos de industrialización porque, dijo, el centro de la creación de valor para la industria era la diferencia entre el precio que pagaban los agricultores por el equipamiento y el que recibían por el grano (es decir: reconoció, negro sobre blanco, que el PCUS ejercía sobre sus ciudadanos dedicados al sector primario una especie de dumping social obligatorio; todo por la clase obrera...) En segundo lugar, argumentó que el sistema no estaba fallando; que todo lo que pasaba era que los kulaks odiaban el comunismo. El típico los kulaks ens roban de toda la vida.

De ahí, Stalin pasó al que era el centro de su estrategia a finales de los veinte: profundizar el socialismo, ir más allá. Avanzar sin transar. Más comunismo, más guerra de clases. Fue esta confesión-orden, según todos los indicios, la que puso de los nervios a Bukharin, quien por eso llamó a Kamenev y acabó provocando (es, cuando menos, mi teoría) que Stalin decidiese pasar del debate más o menos teórico a la presión práctica.

En aquellas sesiones de 1928, en todo caso, Stalin tenía el riñón bien cubierto frente a sus opositores. Al apoyo esperable de Molotov, Ordzhonikidze, Valerian Vladimirovitch Kuibyshev, Kliment Efremovitch Voroshilov o Mikoyan, podía sumar un importante apoyo del, por así decirlo, comunismo periférico. Estaban totalmente a favor de su propuesta de mano dura con el tema de las colectivizaciones: Stanislav Vikentievitch Kosior, de origen polaco pero dirigente del comunismo ucraniano; Sergei Mironovitch Kirov, líder del comunismo leningradense; Robert Indikovitch Eikhe, el comunista siberiano de referencia; Andrei Andreyevitch Andreyev, dirigente del Cáucaso del Norte (y, a juzgar por su nombre completo, miembro de una familia que mucha imaginación no tenía); Nikolai Milhailovitch Shvernik, el dirigente en los Urales; el lituano Iosif Milhailovitch Vareikis, dirigente en el llamado Distrito Central de Tierra Oscura (que no es que Lenin o Stalin hubiesen leído el Silmarillion; así se llamaba una división adminstrativa en el centro de la Rusia europea, con capital en Voronezh); Boris Petrovitch Sheboldaev, dirigente del Bajo Volga; Mendel Markovitch Khataevitch, dirigente del Volga Medio; el entonces dirigente del Kazajstán, Filipp Isayevitch Goloshchokin; y el de la zona de Kharkov, Pavel Petrovitch Postyshev. La mayoría de estos citados serían purgados en años subsiguientes por Stalin.

Todas estas personas quisieron creer las admoniciones de Stalin en el sentido de que los temores de los derechistas eran mercancía averiada, y dieron su apoyo a la Línea General. De esta manera, apenas meses después, en abril de 1929, la victoria del secretario general fue total, y éste pudo afrontar la apertura de la XVI conferencia del Partido sabiendo lo que iba a pasar. Para entonces, como digo, la necesidad de la colectivización era principio ya totalmente aceptado.

A decir verdad, las pretensiones de Stalin tenían un obstáculo: Lenin, el evangelista del comunismo, había dejado escrito que, durante la etapa del socialismo (o sea, cuando el comunismo todavía no se ha implantado) había que evitar la violencia contra los agricultores como clase (los kulaks, o sea los cabrones, eran ya otra cosa). Como ya os he dicho, Lenin, como Abraracúrcix, sólo temía una cosa. El jefe galo temía que el cielo se cayese sobre su cabeza; el temor de Lenin era que los campesinos echasen a perder toda la labor revolucionaria, y por eso propugnaba, no que se les hiciese caso ni que se trabajase para su bienestar, sino que se les engañase y se les robase; pero sin pegarles.

En este sentido, las propuestas de 1928, en manos de un buen teórico, podían aparecer como anti-leninistas, algo inconcebible en la URSS. Stalin, sin embargo, no tuvo un gran problema pues, como ya os he dicho, Lenin, en realidad, había escrito muchas veces una cosa y la contraria, por lo que todo era cuestión de buscar la receta adecuada en su libro de cocina. Por eso mismo, Stalin empezó a propugnar un “estudio integral de la obra de Lenin”, lo que venía a significar buscar y buscar hasta encontrar lo que le viniese bien. Y lo que le vino bien fue la famosa teórica de kto-kogo; quién prevalecerá sobre quién. Según Stalin, esta teoría demostraba que para Lenin era evidente que o el campesinado prevalecía sobre el socialismo, o el socialismo prevalecía sobre el campesinado. Y, la verdad, es bastante probable que estuviese en lo cierto.

Fijaros en este cartel soviético de la colección de la Biblioteca Nacional Escocesa. Kto-kogo dognat'i peregna. ¿Quién prevalecerá sobre quién? Necesitamos ponernos al día (o modernizarnos, entiendo yo). Y la imagen de dos ferrocarriles en una carrera que habrá de ganar el bueno (el rojo), y un histograma bastante bien hecho que marca la necesidad de un salto cuántico (el famoso salto hacia adelante) en la producción. Ved con qué evidencia se compara el estancamiento histórico con el salto que quería dar Stalin. Éste es el tipo de ambiente sicológico en el que debéis introduciros para entender esos tiempos.

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